el amor es el único y último recurso que nos queda para salir ilesas de la vida

EL AMOR ES EL ÚNICO Y ULTIMO RECURSO QUE NOS QUEDA PARA SALIR ILESOS DE LA VIDA

En mi casa había un libro. A decir verdad, había tres


Hay versos que se escriben cuando se han acabado las palabras.

viernes, 29 de abril de 2011

Pertenecer es vivir. (Clarice Lispector)

“Pertenecer es vivir”. Clarice Lispector

“Casi logro visualizarme en la cuna, casi logro reproducir en mí la vaga y no obstante apremiante sensación de necesitar pertenecer. Por motivos que ni mi madre ni mi padre podían controlar, yo nací y resulté tan solo nacida.
Sin embargo fui preparada para ser dada a luz de un modo muy bonito. Mi madre estaba ya enferma y, por una superstición muy difundida, se creía que tener un hijo curaba a una mujer de su enfermedad. Entonces fui deliberadamente creada: con amor y esperanza. Sólo que no curé a mi madre. Y siento hasta el día de hoy esa carga de culpa: me hicieron para una misión determinada y fallé. Como si contasen conmigo en las trincheras de una guerra y yo hubiese desertado. Sé que mis padres me perdonaron por haber nacido en vano y haberlos traicionado en la esperanza. Pero yo, yo no me perdono. Querría que simplemente se hubiera cumplido el milagro: nacer y curar a mi madre. (…)
La vida me hizo de vez en cuando pertenecer, como para darme la medida de lo que pierdo al no pertenecer. Y entonces lo supe: Pertenecer es vivir.”




No hace falta que diga que amo a Clarice Lispector. Desde la primera palabra que escribe hasta su última gota de tinta es paladeable. Pero en este pequeño texto, perteneciente a un cuaderno de notas que no completó, expresa con pocas palabras un sentimiento muy generalizado entre las mujeres y sobre todo entre las que son de mi generación.
Ella se siente triste o culpable o ambas cosas a la vez, por no haber podido salvar a su madre de la enfermedad que al final le daría la muerte. Y al hilo de sus palabras me pregunto cuántas mujeres de mi generación hemos sentido lo mismo ante la expectativa de futuro que nuestras madres estaban diseñando para nosotras, para ellas mismas, pensando en su futuro, en su propio presente? No era la salvación de sus vidas ni la solución de nuestro “porvenir”. Era la curación de sus mediocres tic impertinentes. Saltar las medianías y pasar a la acera de enfrente, donde estaba la realización de sueños que no cabían en sus propias mochilas. Donde estaba la superación de sus propias vidas idealizadas en nuestras mentes, nuestros cuerpos, nuestras diferencias.
Hago esta lectura tal vez interesada y análisis egoísta del tema. Donde está la vida de la hija, creada y diseñada para evitar en lo posible la muerte física de la madre, pongo que lo que la hija viene a salvar es la propia capacidad intelectual de la madre, su sueño de independencia y libertad, su ansia por querer escapar del círculo que la oprime. Y siento que si la hija no fue capaz de salvar a la madre de aquéllas penurias, realmente el nacimiento de la prole no ha servido de nada o de bien poco. Y lamento profundamente que al día de hoy muchas hijas e hijos han nacido, han crecido, se han casado y multiplicado la especie, mientras sus madres han seguido muriendo nada más darles la vida.
No física. Intelectualmente. Las madres de estos hijos viven, pero no pertenecen.

domingo, 24 de abril de 2011

La Mirada Verde y Triste de Sotiel


Sotiel tiene la mirada verde y los ojos tristes. Y se sigue asombrando del silencio y sigue recibiendo a los que vuelven de sus pequeños éxodos forzados o fortuitos con un recogimiento de altar y un amor de precioso tesoro.
Estábamos allí algunos de los que viviendo cerca nos alejamos demasiado en un tiempo de esperas dilatadas carentes de justificación. Y otros que estando lejos, a muchos kilómetros de distancia, aprovechan el vuelo de un suspiro para perderse de nuevo en sus silencios, recuperar visiones, verdores, inquietudes de tierra, roces de cuerpos con los que alguna vez nos quisimos enredar o a los que quizás quisimos parecernos.
Sotiel, como una buena tierra, excelente y sensible, no nos rechaza a nadie. Nos sigue amando aunque a veces le duela nuestra distancia, el despego injustificable que no admite excusas.



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domingo, 20 de febrero de 2011

REALIDAD INVERTIDA


Hubo una eclosión inesperada. Nada hacía prever aquel estallido impresionante. Apenas unos segundos de pavor y el descontrol inicial fue cortado de raíz por un final precipitado. Los falsos profetas llevaban años pronosticando el fin del mundo, pero aquello no fue el final que los más derrotistas y agoreros podían haber imaginado. No nos dio tiempo ni para arrepentirnos de nuestros pecados.
La tierra se hundió bajo nuestros pies, desaparecieron las montañas, la tierra se tragó a sí misma con una avidez desesperada. Los árboles, los animales, la gente, el mundo entero se había dado la vuelta engulléndose hacia dentro y todo desapareció de la vista de nadie. Ya nadie podía ver que nada sucedía desde aquél momento, en aquel mundo. No fue morir ni desaparecer ni fue nacer a una vida distinta en el lugar que ocupaba la otra. No fue alternar los estados, ni ver la tierra ocupada por agua, ni los desiertos convertidos en catedrales gigantescas de montañas sombrías. No fue asistir al paso huracanado de un vendaval donde antes acariciaba la brisa. No fue descubrir el negro intenso de la noche, ni dejar de ver los astros y los planetas y el firmamento entero allí cuajado de todos sus mundos, sus círculos, sus agujeros, su terrible futuro. Era verlo todo allí mientras que el mundo que era el nuestro, la tierra que pisaba unos momentos antes, los amigos con los que hablaba, las sombras que se depositaban a nuestros pies, el kiosco de la esquina, las iglesias, los comercios, los coches, todo, había desaparecido.
No había sensación de soledad ni miedo. No había nadie que pudiera trasmitir lo que sentía. Los parajes surgidos del interior de la nada y del espacio eran absolutamente desconocidos, extraños y sorprendentes. Era Una combinación de tierra calcárea y arcilla negra, pequeñas rocas agujereadas con el interior vacío, rocas sin peso cuajadas de aristas que se desplazaban por el aire. Aire, si, había quedado el aire después que todo el humo hubo desaparecido. Un aire raro, plomizo, un aire con presencia física, como un velo excesivamente sutil para ser velo, era lo que podía verse desplazándose entre las pequeñas rocas vacías. Un aire que no era una sensación, sino algo visible.
Recordé que hacía muchos años había tenido un sueño en el que habían sucedido cosas parecidas. Pero cuando pude recordar lo que vi en el sueño, ya habitaba en este otro mundo diferente o paralelo, y desconocía como tuvo lugar su nacimiento, o si estaba siendo el reemplazo del anterior o si se movía en la misma galaxia. Era un sueño y como todos los sueños, estaba sujeto a los caprichos del subconsciente.
En aquella ocasión, queriendo darle verosimilitud al sueño, supuse con lógica que el mundo había desaparecido y yo habitaba un espacio exterior. Quería entender un sueño que había sido perfecto. No me hubiese importado que hubiese sido realidad. Y ahora estaba allí, viviendo en realidad un drama parecido. El aquella ocasión yo estaba sola. Ahora también.

viernes, 14 de enero de 2011

NUEVE EUROS



Desde que llegó al bar habían pasado casi dos horas durante las cuales consumió cervezas y cigarrillos con el mismo ritmo y parsimonia de quien realiza un trabajo maquinal y aburrido.
Para pagar la primera copa me entregó un billete de diez euros y le devolví nueve. La cerveza en este bar es barata, así que por aquélla razón matemática y viendo el ritmo que llevaba supuse que acabaría gastando los diez euros, pero a aquellas alturas había perdido la cuenta de las que le había servido. No sé por qué aquella chica había llamado mi atención desde que entró. No era guapa ni alta ni iba bien vestida ni mostraba nada para ser especial. Solo la veía como perdida, desvalida, como un perrillo abandonado por su dueño. Y eso hacía que la viera desde un punto de vista sensiblero y maternal.
Ya estaba viendo la forma de que la chica entrara en el guión que había comenzado a montarme, cuando entró un chico y se dirigió hacia donde ella estaba y le hablaba nervioso y amenazador, en tono violento pero en voz baja, y yo no podía oír nada claro. Ella negaba con la cabeza y se mantenía firme, sin pestañear. Al final la discusión terminó en un empate técnico y el chico se marchó tal como había llegado, como si hubiese ido a nada. Yo me figuré, a falta de una mejor información, que él le pedía dinero y ella simplemente se lo negaba. Después la chica apuró su vaso de cerveza, se levantó y pidió otra, esperó en la barra a que la atendiera y antes de retirarse dejó un euro en el mostrador.

Yo seguía fijándome en ella manteniendo una prudente discreción y creando una historia paralela. Me sorprendía de ella lo que creía su abandono, la tristeza que emanaba de aquel cuerpo pequeño que me dio por imaginar que encerraba un espíritu triste y desolado. Todavía no sabía por qué bebía cervezas sin parar, pero estaba segura de que llegaría a darle un motivo.
Encendía un cigarro tras otro, pero apenas fumaba. La ceniza del cigarro terminaba cayendo al suelo ante su pasividad y cuando notaba el calor cerca de sus dedos dejaba caer la colilla o la aplastaba distraída sobre el cenicero de coca cola. Sobre le mesa que ocupaba descansaba un paquete de tabaco negro y un encendedor de gas con el que a veces se distraía jugando con él entre las manos.
En un momento determinado vi que buscaba algo en su bolso. Tenía un cigarro apagado colgando de su boca y aquel gesto afeó su soledad. Destruyó de golpe la imagen que yo le estaba dando. Con indolencia metió una mano en él y rebuscó a tientas sin mirar en su interior. Después abrió la gran boca del enorme bolso de tela vaquera e hizo una búsqueda más exhaustiva sacando algunas cosas que dejaba sobre el velador. Por último vació todo el contenido del bolso. Pensé que buscaba el mechero y me acerqué para ofrecerle fuego, suponiendo que el suyo estaría falto de gas, pero no lo aceptó. Entonces me fijé en sus ojos y vi que tenía la mirada cargada de vacío, abotagada de humo y de cerveza. Definitivamente no era la heroína que yo andaba buscando.
Recogió con urgencia todas sus pertenencias en el bolso, se lo cargó a la espalda y salió pisando como si temiera romper una baldosa. Iba mareada y parecía más pequeña que cuando entró. Después fui hasta la mesa que había ocupado, con la escoba y el recogedor para limpiar las cenizas y allí, entre ellas, pesada y redonda, una moneda de un euro se hacía la remolona para entrar al basurero. Me agaché y la recogí, sonreí y me metí la moneda en el mandil. Me gustó pensar que aquella última cerveza que no se había bebido la había salvado de algo. Después de cerrar el bar me pondría a pensar en ella para escribir su historia.

viernes, 10 de diciembre de 2010

QUIEN AL TRONCO SALE

No tenía que hacer un gran esfuerzo para imaginarse cómo sería de mayor. Sólo tenía que mirar a su madre. Ahora eran idénticas, con las diferencias lógicas de los treinta años que las separaban; por eso, si quería figurarse como sería a la edad de sesenta años, cogía la foto de su madre o la invitaba a merendar para mirarla bien mientras ella comía deleitándose su palo de nata y sorbía su café con lujo y delicadeza exagerada.



Aquella tarde se habían citado para ir a la peluquería y compartían las manos de la peluquera que alternaba entre las dos cabezas dándole a cada una el mismo estilo aunque las dos llevaban peinados diferentes y distintos largos de pelo. Mientras ignoraba la conversación de la peluquera con su madre, analizaba sus gestos, sus mohines, la escuchaba y se daba cuenta de que a medida de que iba creciendo, llegaron a tener el mismo tono de voz, bien timbrada, si bien su madre hablaba sin descanso cantidad de inconsistencias y ella era más comedida, a veces excesivamente callada.
Se preguntó cómo sería dentro de otros treinta años.
Se preguntó como pensaría, como hablaría, qué vida llevaría cuando tuviera la edad que tiene ahora su madre. En definitiva se preguntó si se parecería a su madre cuando tuviera la edad que ella tiene ahora.
Se peinaría como ella, hablaría su jerga de mercado y televisión, seguiría sus pautas sociales. Odiaría a su marido o sentiría hacia él la misma indiferencia que su madre siente por el suyo, su propio padre.
La madre de Laura seguía hablando con la peluquera mientras Laura ajena a su conversación rompía a llorar amargamente, en silencio. Una cascada de lágrimas corría por sus mejillas y eran secadas al momento por la acción del secador encasquetado en su cabeza. Mientras la peluquera daba los últimos toques sobe el peinado de su madre, Laura admitía la delicadeza del cuerpo materno, su peinado elegante, el corte clásico de su falda, la perfecta armonía de sus dedos rematados por las largas y bien cuidadas uñas. Esperó que definitivamente su marido conservara su buen trabajo e incluso que siguiera ascendiendo, lo que le permitiría mantener el mismo nivel de vida que puede llevar su madre. Al fin y al cabo, ya que han de parecerse tanto físicamente…

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miércoles, 1 de diciembre de 2010

ÚLTIMA VELADA EN SOTIEL (Final)


--Éramos tan jóvenes…
Y tú dijiste, como si me hubieras escuchado.
--Quizás envejecimos demasiado pronto…
Aquella noche no bailamos. Tan solo hablamos con unos y con otros y reímos y saludamos a gente que hacía treinta y hasta cuarenta años que no habíamos vuelto a ver. Y rememoramos anécdotas gritándonos en los oídos o aprovechando los parones de la escandalosa orquesta. Aquella noche no se nos cayó la sorpresa de la cara. Se nos cayó la venda, eso sí. Porque de pronto nos vimos nuevos y distintos, inseparables, imposibles de comprender por separado el uno sin el otro. Podía haber sido así, pero no fue.
Aquella noche nos sonreímos cómplices comprendiendo que alguna vez hubiésemos estado enamorados, porque es fácil cuando se es feliz y cuando podemos sentirnos bien viendo a la gente hacer el indio mientras bailaban para despedirse, una vez más y hasta el año que viene, la insustituible pieza festiva de “Paquito el chocolatero”; después la pista se quedó vacía mientras se ponía en marcha nuevamente el trámite de la añoranza. Aquella noche se acabó lo que se daba. Todo viejo, pero todo nos parecía tan nuevo como el día que estaba comenzando.
Aquella noche nos quedamos en la casa en la que habíamos comenzado a ser mayores, de la que salimos un día de hace tantos años. Abrimos las ventanas y dejamos que corriera el aire y que el tiempo pasara con nosotros. No dormí. Creo que tú tampoco. Hablábamos por separado, susurrando, cada uno de nosotros con su propio fantasma.

FIN

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martes, 30 de noviembre de 2010

ÚLTIMA VELADA EN SOTIEL (2º Capítulo)



Fuimos hasta la casa y buscamos la llave donde la vecina, que fue la primera sorprendida al vernos. Volvimos al lugar donde se celebraba la “velada” cuando ya comenzaban a llegar algunos vecinos.
Pedimos dos cervezas, dos pepitos de lomo que estaban sabrosísimos, y lo degustamos entre besos y saludos a los que iban llegando, sin dejar de explicar por qué estábamos allí tan a deshora y sin aviso previo.
--¿Tan a deshora? –Bromeamos—Pero si son las doce y aún no ha llegado la orquesta…
El motivo por el que la fiesta nocturna comenzaba tan tarde se debía a que durante el día se habían sucedido los festejos y hasta las siete de la tarde no habían comenzado a recogerse los primeros que abandonaban la última actividad. Durante todo el día se habían celebrado campeonatos de futbito entre casadas y solteras, carreras de saco y otras agilidades divertidas y lúdicas; habían comido sardinas y chuletas y bebido cervezas bajo los árboles y el césped del parquecito, bien regado con abundante agua para el calor de los cuerpos ayudando a conciliar el calor extremo del mediodía de Julio. Ahora llegaban limpios y perfumados, vestidos para la fiesta seria y el baile de la noche, engalanados, como los integrantes de la orquesta que estaban dispuestos a reventarnos los tímpanos y deleitarnos con una repetición constante de su mínimo y movidito repertorio veraniego.
Era el mismo rito de todas las veladas anteriores, de todos los años. No había cambiado nada. Solo nosotros habíamos cambiado, nuestro atuendo, nuestra prisa o nuestra indolencia, nosotros y la forma de mirar que teníamos ahora, pero todo lo demás seguía igual. Además de ir disfrazados de gente mayor, de personas serias, más adustas o doloridas que cuando éramos jóvenes en este mismo lugar, nuestra risa que no se disfrazaba de ilusión, nuestra risa era hermética y responsable. Creo que a aquélla risa, aunque sincera, se le sumaba el dolor de las ausencias irremediables.
--María, tú crees que el tiempo envejece con nosotros?
--No te entiendo, Pedro, aquí hay que hablar a voces, no te oigo…
Cuando nos dimos cuenta aquella noche fue como volver treinta años atrás. De pronto estaban allí, como recién salidos de una urna transparente y lúcida, los rostros de todos los que nos fuimos quedando en el camino, como recién llegados, limpios y perfumados, como si solo hiciera varias horas que dejamos de vernos. Juanita, que a los quince años me quitó al amor de mi vida y a quien hubiese querido sacarle los ojos, de haber tenido redaños y de haber sabido que estaba más enamorada. Y Leonardo, que pasó veinte años escondido después de haberse hecho guardia civil y estar destinado en Bilbao. Nadie lo perseguía, pero la locura se engendró en su miedo y se metió en el psiquiátrico fingiendo que recibía amenazas terroristas. Nadie lo hubiese dicho del bueno de Leonardo, tan inocente y torpe, tan tímido y delicado. Primero que se decidiese a ser guardia civil, y después que aparentara locura para esconder su miedo.
Y allí estaban los hermanos Calatrava, fanfarrones y violentos, ridículos tras la fachada de cemento armado con barbas ralas de pelo canoso, dispuestos a seguir defendiendo su nombradía que aún no ostentaba crueldad alguna digna de mención, si antes no la inventaban.
Y allí estaba aquel espejismo con falda que me tuvo confundida tanto tiempo. De pronto me pareció estar viendo un desfile de fantasmas vestidos con traje de fiesta, para agradar a los amigos y gustarse a sí mismos. ¿Éramos los mismos? Y te pregunté.
--Pedro, ¿somos los mismos?
Y tu dijiste
--Habla más alto, que aquí no hay quien se entienda.
Y siguieron llegando otros. Aquél por el que estuve a punto de dejarte plantado una semana antes de casarnos. Lo miré y cuando logré reconocerlo te recordé a ti cuando veníamos de camino al pueblo y sonreías mientras conducías ensimismado en tus pensamientos. Quizás lo recordabas todo de golpe, quizás rememorabas estos momentos que estaban por llegar, tal vez los presentías. Y ella también estaba allí, y mientras la mirabas, por un momento hubiese querido saber lo que pensabas, pero solo por un momento. Ya no importaba nada.


Fin del segundo capítulo

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