Cuando supe que podías llorar.
Aquella noche lloraste de lo lindo… casi tanto como lo había hecho yo durante muchos años. Yo nunca había supuesto ni siquiera la posibilidad de una venganza. ¿Para qué? Pero mira por donde supe que también tú podías llorar. Y sufrir. Y supe que yo podía hacerte llorar. Para mi saber aquello fue un gran descubrimiento. Siempre te he visto tan por encima de todos, tan sublime y arrebatador, tan seguro de saberlo todo y no necesitar de nadie nunca…
Pero aquella tarde ¿recuerdas? nos citamos en una cafetería del centro, yo elegí el lugar aunque no me gustaba, un sitio muy frecuentado por nuestros amigos, porque es caro, no por otra cosa, y lo elegí porque quería que nos vieran juntos… Y que vieran que la nuestra era una reunión de negocios, que no tenía nada de romántica. El café era solo un pretexto y eso debía quedar claro para cualquiera. Pero antes que para nadie debía estar claro para ti. Y en el lugar en el que todos te conocían te pedí el divorcio. Alto y fuerte, sin intimidad, con los papeles sobre la mesa. Al rato llegó mi abogado y dijiste que era una faena sucia. Tan sucia como todas las tuyas. Solo que esta te la jugaba yo. Y no podías dar crédito a lo que veían tus ojos.
Nuestra separación fue conflictiva. Pero nuestra vida en común lo había sido mucho más. Pero de todo se sale, ya ves, sólo hay que saber esperar… Tu problema fue creer que yo nunca tendría esa oportunidad. Estabas convencido de que no servía para nada, “solo sabes parir imbéciles”, ¿recuerdas? No te tapes la cara… Entonces sí dolía. Ahora no creo que pueda quedarte ni remordimientos. Cuando te dije que no quería nada, jajaja, ¿recuerdas? Te reíste incrédulo, te vi la última muela. No te lo creíste, pero ya ves…
Me pagabas el lujo, la manicura, el masaje, los modistos caros, los mejores perfumes, las cremas… me lucias ante los amigos, los jefes, los compañeros del trabajo… Me paseabas ante ellos cogiéndome por la cintura para que envidiaran la elegancia y la belleza. Yo era un producto caro, una obra exquisita… Después, cuando se marchaban, desaparecían tu amabilidad, tu dulzura, tus atenciones, tus mimos, y tú… Te ibas, ya no me soportabas, y buscabas vivir a tu aire lo que quedaba del día o de la noche. Nunca supe en que antro te pavoneabas después, en que otro rostro marcabas cicatrices, pero menudo papelón si te vieran aquellos que llegaban a envidiarte… ¿recuerdas? No te tapes la cara… La verdad ya no importa, no creo que te duela.
Aquella vez no, pero después, cuando viste que todo iba en serio, que me fui de tu casa, que me llevé a tus hijos “imbéciles”, que te dejé las cremas, el coche y las tarjetas y firmé lo que quisiste que firmara, el finiquito de una empresa que ya no iba a darte más rendimiento y comprendiste que todo era verdad, que no había trampa ni truco ni mentira, entonces, sí, entonces te tapaste la cara con las manos y vi tus sollozos. No los escuché, los vi cuando me alejaba. Te miré desde fuera, a través de los grandes ventanales del salón que dan a la enorme terraza, al jardín tan rico en plantas y que tanto dolor me causó dejar… No me lo podía creer… Ahora era yo quien no creía lo que estaba viendo, pero llorabas, gemías, tus hombros se sacudían en arcadas gravitando en el aire, y yo, tonta de mí, casi me vuelvo a consolarte. De buena gana me hubiese abofeteado, pero me detuve a tiempo. Ya no más malos tratos ni en mi cuerpo ni en mi alma. Pero cuando supe que podías llorar, casi vuelvo a enamorarme de ti.
Creíste que me iba con otro hombre y que él me mantendría. Y hasta parecía gustarte la idea porque eso te daba la razón sobre la estupidez con me humillabas con toda la crueldad que podías. Hubieses preferido que fuese así antes de ver cómo me valía por mí misma para salir adelante.
Fue saber que teníamos dignidad lo que más te dolió. Fue entender que no nos hacías falta, comprender que ya no te permitíamos que nos hicieras más daño a cambio de algunos lujos y comodidades. Y fue saber aquello lo que más orgullo me dio, lo que me llenó de fuerzas y lo que estimuló mi valentía.
Y ahora vas y te mueres. ¡Qué faena! Cuando mejor estaba yo mostrando mis triunfos, paseando mi éxito ante ti, agradeciéndote algo con mi actitud, porque gracias a tu esfuerzo por educarme socialmente, por conseguir de mí la máxima desenvoltura, la gracia en los salones, pude llevar a cabo mi trabajo como asesora de prestigio en la mejor tienda de modas de Madrid. Si, propiedad de uno de uno de tus amigos… De algo tenía que servirme estar casada contigo… Él supo valorar lo que veía y sacar su provecho. Yo también se lo doy, por supuesto.
Y ahora vas y te mueres… ¡Vaya por dios, que chasco! Pero a todos nos llega nuestra hora. Y tú no lo sientas, no has escapado mal, porque a fin de cuentas no te has enterado de nada. Un golpe seco con el coche, varias vueltas y se acabó. Me dijo el médico que la muerte fue instantánea, que no sufriste nada… Pues mejor. No te deseo nada malo, ya ves… con que hayas muerto me conformo... me basta.