el amor es el único y último recurso que nos queda para salir ilesas de la vida
EL AMOR ES EL ÚNICO Y ULTIMO RECURSO QUE NOS QUEDA PARA SALIR ILESOS DE LA VIDA
En mi casa había un libro. A decir verdad, había tres
Hay versos que se escriben cuando se han acabado las palabras.
miércoles, 1 de diciembre de 2010
ÚLTIMA VELADA EN SOTIEL (Final)
--Éramos tan jóvenes…
Y tú dijiste, como si me hubieras escuchado.
--Quizás envejecimos demasiado pronto…
Aquella noche no bailamos. Tan solo hablamos con unos y con otros y reímos y saludamos a gente que hacía treinta y hasta cuarenta años que no habíamos vuelto a ver. Y rememoramos anécdotas gritándonos en los oídos o aprovechando los parones de la escandalosa orquesta. Aquella noche no se nos cayó la sorpresa de la cara. Se nos cayó la venda, eso sí. Porque de pronto nos vimos nuevos y distintos, inseparables, imposibles de comprender por separado el uno sin el otro. Podía haber sido así, pero no fue.
Aquella noche nos sonreímos cómplices comprendiendo que alguna vez hubiésemos estado enamorados, porque es fácil cuando se es feliz y cuando podemos sentirnos bien viendo a la gente hacer el indio mientras bailaban para despedirse, una vez más y hasta el año que viene, la insustituible pieza festiva de “Paquito el chocolatero”; después la pista se quedó vacía mientras se ponía en marcha nuevamente el trámite de la añoranza. Aquella noche se acabó lo que se daba. Todo viejo, pero todo nos parecía tan nuevo como el día que estaba comenzando.
Aquella noche nos quedamos en la casa en la que habíamos comenzado a ser mayores, de la que salimos un día de hace tantos años. Abrimos las ventanas y dejamos que corriera el aire y que el tiempo pasara con nosotros. No dormí. Creo que tú tampoco. Hablábamos por separado, susurrando, cada uno de nosotros con su propio fantasma.
FIN
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martes, 30 de noviembre de 2010
ÚLTIMA VELADA EN SOTIEL (2º Capítulo)
Fuimos hasta la casa y buscamos la llave donde la vecina, que fue la primera sorprendida al vernos. Volvimos al lugar donde se celebraba la “velada” cuando ya comenzaban a llegar algunos vecinos.
Pedimos dos cervezas, dos pepitos de lomo que estaban sabrosísimos, y lo degustamos entre besos y saludos a los que iban llegando, sin dejar de explicar por qué estábamos allí tan a deshora y sin aviso previo.
--¿Tan a deshora? –Bromeamos—Pero si son las doce y aún no ha llegado la orquesta…
El motivo por el que la fiesta nocturna comenzaba tan tarde se debía a que durante el día se habían sucedido los festejos y hasta las siete de la tarde no habían comenzado a recogerse los primeros que abandonaban la última actividad. Durante todo el día se habían celebrado campeonatos de futbito entre casadas y solteras, carreras de saco y otras agilidades divertidas y lúdicas; habían comido sardinas y chuletas y bebido cervezas bajo los árboles y el césped del parquecito, bien regado con abundante agua para el calor de los cuerpos ayudando a conciliar el calor extremo del mediodía de Julio. Ahora llegaban limpios y perfumados, vestidos para la fiesta seria y el baile de la noche, engalanados, como los integrantes de la orquesta que estaban dispuestos a reventarnos los tímpanos y deleitarnos con una repetición constante de su mínimo y movidito repertorio veraniego.
Era el mismo rito de todas las veladas anteriores, de todos los años. No había cambiado nada. Solo nosotros habíamos cambiado, nuestro atuendo, nuestra prisa o nuestra indolencia, nosotros y la forma de mirar que teníamos ahora, pero todo lo demás seguía igual. Además de ir disfrazados de gente mayor, de personas serias, más adustas o doloridas que cuando éramos jóvenes en este mismo lugar, nuestra risa que no se disfrazaba de ilusión, nuestra risa era hermética y responsable. Creo que a aquélla risa, aunque sincera, se le sumaba el dolor de las ausencias irremediables.
--María, tú crees que el tiempo envejece con nosotros?
--No te entiendo, Pedro, aquí hay que hablar a voces, no te oigo…
Cuando nos dimos cuenta aquella noche fue como volver treinta años atrás. De pronto estaban allí, como recién salidos de una urna transparente y lúcida, los rostros de todos los que nos fuimos quedando en el camino, como recién llegados, limpios y perfumados, como si solo hiciera varias horas que dejamos de vernos. Juanita, que a los quince años me quitó al amor de mi vida y a quien hubiese querido sacarle los ojos, de haber tenido redaños y de haber sabido que estaba más enamorada. Y Leonardo, que pasó veinte años escondido después de haberse hecho guardia civil y estar destinado en Bilbao. Nadie lo perseguía, pero la locura se engendró en su miedo y se metió en el psiquiátrico fingiendo que recibía amenazas terroristas. Nadie lo hubiese dicho del bueno de Leonardo, tan inocente y torpe, tan tímido y delicado. Primero que se decidiese a ser guardia civil, y después que aparentara locura para esconder su miedo.
Y allí estaban los hermanos Calatrava, fanfarrones y violentos, ridículos tras la fachada de cemento armado con barbas ralas de pelo canoso, dispuestos a seguir defendiendo su nombradía que aún no ostentaba crueldad alguna digna de mención, si antes no la inventaban.
Y allí estaba aquel espejismo con falda que me tuvo confundida tanto tiempo. De pronto me pareció estar viendo un desfile de fantasmas vestidos con traje de fiesta, para agradar a los amigos y gustarse a sí mismos. ¿Éramos los mismos? Y te pregunté.
--Pedro, ¿somos los mismos?
Y tu dijiste
--Habla más alto, que aquí no hay quien se entienda.
Y siguieron llegando otros. Aquél por el que estuve a punto de dejarte plantado una semana antes de casarnos. Lo miré y cuando logré reconocerlo te recordé a ti cuando veníamos de camino al pueblo y sonreías mientras conducías ensimismado en tus pensamientos. Quizás lo recordabas todo de golpe, quizás rememorabas estos momentos que estaban por llegar, tal vez los presentías. Y ella también estaba allí, y mientras la mirabas, por un momento hubiese querido saber lo que pensabas, pero solo por un momento. Ya no importaba nada.
Fin del segundo capítulo
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lunes, 29 de noviembre de 2010
ÚLTIMA VELADA EN SOTIEL (1ª PARTE)
No lo sabremos nunca, pero lo que nos empujó a cambiar un plan premeditado por otro que surgió espontáneamente, tuvo algo que ver con la teoría que dice que algo tenía que cambiar para que todo continuase como estaba.
--¿Nos vamos a la “velá” de Santana? –preguntó mi marido mientras se abrochaba el cinturón de seguridad
--¿Y por qué no a la de Sotiel? –Contesté con la misma espontaneidad sin pensar lo que vendría después.
--¡No eres capaz!
--Sí que lo soy, pero…
--Pero nada, en una hora estamos allí, solo hay que cambiar de carril y enfilar la salida hacia Huelva.
--Pero son las diez de la noche, cuando lleguemos serán más de las once, y es domingo, lo más natural será que hoy la fiesta termine antes porque la gente se recogeré temprano.
--¡No hagas cábalas innecesarias! ¿Nos vamos o no? –Aún estábamos a tiempo de cambiar todos los planes.
--¡Venga, vámonos! –Cuando contesté decidida, ya el coche enfilaba la salida a la autovía por la población de Gines. No había marcha atrás.
Habíamos salido con intención de ir al cine. En el interior del patio de la Diputación dan una sesión de cine todas las noches de verano y es agradable estar al fresco mientras ves una película, cenas algo o tomas unas cervezas. El cambio de planes surgió como un juego en el que creímos que ninguno de los dos entraría. Y así enfilamos la vía que iba casi solitaria mientras el sentido contrario bajaba cuajada de luces de los coches procedentes de las playas de de Huelva. La carretera era una serpiente llena de ojos encendidos.
--Cuando nos vean llegar van a pensar que estamos locos.
--Y tendrán razón si lo piensan. Estas cosas las hacen la gente con veinte o treinta años.
--No te creas eso. Estas cosas las hacen gente que no quiere vivir encuadrados en un molde.
--Pues hace tiempo que llevamos la marca del molde, porque ya no solemos hacer locuras ni como estas ni parecidas.
--¿Sigues pensando que es una locura irnos así al pueblo?
--No, no, de verdad… vamos, seguro que es divertido.
--¿Llevas las llaves de la casa? Por si nos apetece quedarnos…
No llevaba la llave de la casa porque no habíamos pensado ir hasta allí, pero recordé que siempre le dejábamos una copia a la vecina. De vez en cuando miraba a mi marido, su perfil concentrado en la conducción, y no dejaba de considerar aquello con su parte de riesgo. Salíamos a menudo, viajábamos, pero después de haber decidido qué hacer en cada ocasión y una vez que estaba todo planeado. Pero salir así sin premeditar el lugar y a una cierta distancia, de noche, sin avisar a nadie de nuestras intenciones, no dejaba de tener al menos un una cierta dosis de imprudencia.
Yo lo observaba de reojo mientras conducía, y le veía sonreír sin despegar los labios. Pensé que imaginaba lo que dirían los amigos y vecinos cuando nos vieran llegar y eso le causaba aquella ligera emoción seguro del desconcierto que estaba a punto de causar.
Llegamos pasadas las once y ni la noche ni la verbena habían comenzado aun. El lugar destinado para la fiesta estaba iluminado pero desierto. La pista de baile era un cuadrilátero enlosado y estaba recién regado, y el vaho que se desprendía de la unión del agua y el calor acumulado en el cemento subía hasta los techos de la memoria recordando efluvios que existieron y nunca se olvidaron por completo.
fin del PRIMER CAPÍTULO.
--¿Nos vamos a la “velá” de Santana? –preguntó mi marido mientras se abrochaba el cinturón de seguridad
--¿Y por qué no a la de Sotiel? –Contesté con la misma espontaneidad sin pensar lo que vendría después.
--¡No eres capaz!
--Sí que lo soy, pero…
--Pero nada, en una hora estamos allí, solo hay que cambiar de carril y enfilar la salida hacia Huelva.
--Pero son las diez de la noche, cuando lleguemos serán más de las once, y es domingo, lo más natural será que hoy la fiesta termine antes porque la gente se recogeré temprano.
--¡No hagas cábalas innecesarias! ¿Nos vamos o no? –Aún estábamos a tiempo de cambiar todos los planes.
--¡Venga, vámonos! –Cuando contesté decidida, ya el coche enfilaba la salida a la autovía por la población de Gines. No había marcha atrás.
Habíamos salido con intención de ir al cine. En el interior del patio de la Diputación dan una sesión de cine todas las noches de verano y es agradable estar al fresco mientras ves una película, cenas algo o tomas unas cervezas. El cambio de planes surgió como un juego en el que creímos que ninguno de los dos entraría. Y así enfilamos la vía que iba casi solitaria mientras el sentido contrario bajaba cuajada de luces de los coches procedentes de las playas de de Huelva. La carretera era una serpiente llena de ojos encendidos.
--Cuando nos vean llegar van a pensar que estamos locos.
--Y tendrán razón si lo piensan. Estas cosas las hacen la gente con veinte o treinta años.
--No te creas eso. Estas cosas las hacen gente que no quiere vivir encuadrados en un molde.
--Pues hace tiempo que llevamos la marca del molde, porque ya no solemos hacer locuras ni como estas ni parecidas.
--¿Sigues pensando que es una locura irnos así al pueblo?
--No, no, de verdad… vamos, seguro que es divertido.
--¿Llevas las llaves de la casa? Por si nos apetece quedarnos…
No llevaba la llave de la casa porque no habíamos pensado ir hasta allí, pero recordé que siempre le dejábamos una copia a la vecina. De vez en cuando miraba a mi marido, su perfil concentrado en la conducción, y no dejaba de considerar aquello con su parte de riesgo. Salíamos a menudo, viajábamos, pero después de haber decidido qué hacer en cada ocasión y una vez que estaba todo planeado. Pero salir así sin premeditar el lugar y a una cierta distancia, de noche, sin avisar a nadie de nuestras intenciones, no dejaba de tener al menos un una cierta dosis de imprudencia.
Yo lo observaba de reojo mientras conducía, y le veía sonreír sin despegar los labios. Pensé que imaginaba lo que dirían los amigos y vecinos cuando nos vieran llegar y eso le causaba aquella ligera emoción seguro del desconcierto que estaba a punto de causar.
Llegamos pasadas las once y ni la noche ni la verbena habían comenzado aun. El lugar destinado para la fiesta estaba iluminado pero desierto. La pista de baile era un cuadrilátero enlosado y estaba recién regado, y el vaho que se desprendía de la unión del agua y el calor acumulado en el cemento subía hasta los techos de la memoria recordando efluvios que existieron y nunca se olvidaron por completo.
fin del PRIMER CAPÍTULO.
domingo, 28 de noviembre de 2010
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