el amor es el único y último recurso que nos queda para salir ilesas de la vida
EL AMOR ES EL ÚNICO Y ULTIMO RECURSO QUE NOS QUEDA PARA SALIR ILESOS DE LA VIDA
En mi casa había un libro. A decir verdad, había tres
Hay versos que se escriben cuando se han acabado las palabras.
sábado, 9 de octubre de 2010
EL MIEDO
No era un fantasma quien surgió entre la niebla. Partiendo de la base de que no creo en la posibilidad de que los haya, aquella presencia surgida como por encanto de la espesura blanda que apretaba los troncos de los árboles, me causaba más inquietud y miedo precisamente por esa circunstancia. No era un fantasma, los fantasmas no existen, los muertos no vienen a perturbar los sueños de nadie. Trataba de justificar aquélla presencia, trataba de hacerla creíble al menos, de entenderla bajo los parámetros de la racionalidad. El silencio chirriaba y hacía crujir las ramas secas caídas que alfombraban el suelo. No eran mis pies, yo estaba detenida mirando quietamente, sudando miedo. Mientras aquella figura surgida de la nada de la profundidad del bosque, del silencio, fue creciendo y agarrotándose a mi cerebro, aferrándose a mis nervios, distorsionando la realidad y creando un inconmensurable miedo al que ya comencé a distinguir como a un fantasma.
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jueves, 7 de octubre de 2010
NO ES OTRA COSA LA VIDA
A esta hora y en el día de hoy, están pasando cerca muchas cosas. De repente el mundo ha cambiado de actividad y eso se nota cuando el silencio se ve interrumpido o cambian los ruidos a los que ya tenemos tan acostumbrados a los oídos que hemos dejado de escucharlos hace tiempo. Pasa todos los días a la misma hora, pero hoy especialmente me he detenido en ese detalle. Una mancha móvil y multicolor se acerca ruidosa por un lado de la calle y descubro en ella a los chiquillos que están saliendo de los colegios cercanos. Un grupo de albañiles detiene su faena y se sientan a la sombra, bajo los soportales de la calle, mientras van sacando bocadillos y botellas de agua y de cerveza de sus neveras portátiles azules y blancas. Por el olor que me llega es fácil adivinar que a alguien se le ha quemado el aceite en el que pensaba freír algún pescado o patatas. Imposible saber de quién se trata. La abuela Pepa pasea un perrito blanco de muchos pelos mientras le habla, le insiste en que haga sus necesidades, porque después ya no habrá remedio. La abuela Pepa, que sepamos no es abuela de nadie, pero es la abuela adoptada de toda la manzana, cuando no lleva a su perrito blanco por la calle, igual va hablando sola con su sombra, o sus espectros. Que para el caso a ella le da lo mismo. Una mujer con delantal y zapatillas de andar por casa se apresura hasta la tienda de la esquina. Seguramente olvidó comprar el pan. Cualquiera sabe a qué puede enfrentarse si no hay pan calentito en la mesa cuando llegue el marido fatigado de la obra, hambriento y deseando descargar su ira inaguantable sobre el más mínimo fallo. Aunque igual se lo inventa, y si no es por la falta de pan puede ser que el aceite se haya requemado y todo sepa a ajo frito.
No hay metáfora a este lado de la vida, ni posibles dobles lecturas en estas líneas sin argumentos. ¿Por qué hoy, precisamente, he venido a fijarme en que la vida sigue fiel a sus parámetros, y que eso que decimos que es la vulgaridad, la monotonía, la rutina, no es otra cosa más que la vida?
martes, 5 de octubre de 2010
MIS LIBROS Y YO (Breve historia en tres capítulos)
3.-
Con esta joya literaria metida en la mochila estuve detenida en una comisaría de Bilbao después de que la policía nos cogieran a unos cuantos que quedamos atrapados entre dos fuegos durante una manifestación contra el crimen que se iba a cometer unos días después de que se celebrara el consejo de guerra en Burgos. Aquella gente no sabía quién era León Felipe ni el contenido de la “Antología rota”. Gracias a la incultura me salvé. Este fue el libro que más veces he perdido cuando lo he prestado.
Más tarde llegaría la búsqueda insaciable de Rayuela. No sé por qué, pero mientras todo el mundo hablaba de ese título y de su autor, yo no conseguía tenerlo. Eso hizo sin duda que mi interés creciera y cuando al fin pude localizarlo en una librería de barrio, sobre un expositor vertical de libros de bolsillo, la emoción que sentí fue del todo indescriptible, así que lo dejo, sin intentarlo siquiera. Lo leí de corrido sin detenerme en nada, sin pretender entenderlo. Después, más lentamente, lo saboreé separando cada sabor y su contenido me hizo plantearme tantas cosas, que creo que desde entonces tuve una forma diferente de sentir y ver mi vida y mi entorno. A partir de entonces fui La Maga.
Por eso, por ser la maga, me atrapó cómo lo hizo desde el primer día y hasta el último aliento entre las hormigas, los cien años de soledad que nos trajo García Márquez. Ese sí ha sido el libro que más veces he leído. Pero entre aquellos tan lejanos y los últimos adquiridos en la plaza nueva, la diferencia es abismal. El número de ejemplares se multiplicó; pasé de no tener a no saber donde tenerlos; el afán se hizo casi enfermizo y crónico. Más que leer, es el gusto de tener, de saber que cuento con ellos, que están ahí, que me miran, que puedo tocarlos y amarlos, respetarlos y temerlos. A los libros se les teme también. Yo me figuro que un día me pedirán cuentas. Me preguntarán qué he aprendido, cómo los he mirado, de qué forma suplanté las personalidades de sus páginas, imité sus palabras o aprendí a sufrir con ellos. Me harán cientos de preguntas, me lo temo y lo deseo.
Yo les contestaré como es debido. Nunca se les ama demasiado, pero puse todo mi empeño en conseguirlo.
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MIS LIBROS Y YO (Breve historia en tres capítulos)
2.-
No puedo hacerme una idea de las veces que he tenido ese libro en las manos o lo he estado mirando, leyendo, pasando los dedos por su lomo frágil, teniendo en cuenta que lleva en mi poder casi cincuenta años. En realidad, era en el pasado cuando más disfrutaba de los libros. La poca disponibilidad de efectivo para adquirirlos y la ausencia de una biblioteca en la que poder satisfacer la necesidad de leer o de mirarlos me lo hacían ver de forma avariciosa y disfrutar más lo poco que tenía.
Todavía en plena penuria económica pero fuera del pueblo, sobre la margen izquierda del río, en plena Gran vía bilbaína, bajo la enorme mole de piedra ennegrecida y sobre el duro suelo adoquinado, una pequeña librería larga y oscura, atiborrada de lomos manoseados y en todos los colores, se convertiría en el santuario desde el que lograría tocar y adorar a los dioses que venían de ultramar escondidos en fardos de contrabando. Allí me atreví a pedir un libro del que alguien me había hablado. El librero me miró de arriba abajo y me reconoció desde dentro, como si solo mi apariencia le diese confianza, y se fió de mí de la forma más asombrosa, me llevó tras él por un oscuro pasillo, descorrió unas cortinas de cuero hecha jirones y bajamos desde una trampilla disimulada entre las láminas del suelo, por una escalera de caracol hasta un sótano iluminado sólo por una bombilla desnuda y pálida. Allí, en los cajones de madera, aparentemente desordenados, empaquetados aun, se amontonaban los libros que la editorial Losada, proveedora desde la Argentina de todo el caudal de exilio español, hacía llegar por todos los medios que podía tener a su alcance.
El hombre, después de una ligera búsqueda dio con lo que yo le había pedido. Y de momento tuve ante mí una joya que pocos se hubiesen atrevido a soñar que verían un día y podrían tocar viviendo en España en aquéllos años duros de dictadura. “La antología rota”, de León Felipe. Es posible que ya nadie o pocos sepan de qué va, de qué se trata, quien fue León Felipe o qué escribía. En una de sus páginas dice, por ejemplo:
“cuando Franco, el sapo iscariote y ladrón dijo que la guerra de España era una cruzada religiosa y que dios estaba con ellos, al poeta le entraron unas ganas terribles de blasfemar”.
No puedo hacerme una idea de las veces que he tenido ese libro en las manos o lo he estado mirando, leyendo, pasando los dedos por su lomo frágil, teniendo en cuenta que lleva en mi poder casi cincuenta años. En realidad, era en el pasado cuando más disfrutaba de los libros. La poca disponibilidad de efectivo para adquirirlos y la ausencia de una biblioteca en la que poder satisfacer la necesidad de leer o de mirarlos me lo hacían ver de forma avariciosa y disfrutar más lo poco que tenía.
Todavía en plena penuria económica pero fuera del pueblo, sobre la margen izquierda del río, en plena Gran vía bilbaína, bajo la enorme mole de piedra ennegrecida y sobre el duro suelo adoquinado, una pequeña librería larga y oscura, atiborrada de lomos manoseados y en todos los colores, se convertiría en el santuario desde el que lograría tocar y adorar a los dioses que venían de ultramar escondidos en fardos de contrabando. Allí me atreví a pedir un libro del que alguien me había hablado. El librero me miró de arriba abajo y me reconoció desde dentro, como si solo mi apariencia le diese confianza, y se fió de mí de la forma más asombrosa, me llevó tras él por un oscuro pasillo, descorrió unas cortinas de cuero hecha jirones y bajamos desde una trampilla disimulada entre las láminas del suelo, por una escalera de caracol hasta un sótano iluminado sólo por una bombilla desnuda y pálida. Allí, en los cajones de madera, aparentemente desordenados, empaquetados aun, se amontonaban los libros que la editorial Losada, proveedora desde la Argentina de todo el caudal de exilio español, hacía llegar por todos los medios que podía tener a su alcance.
El hombre, después de una ligera búsqueda dio con lo que yo le había pedido. Y de momento tuve ante mí una joya que pocos se hubiesen atrevido a soñar que verían un día y podrían tocar viviendo en España en aquéllos años duros de dictadura. “La antología rota”, de León Felipe. Es posible que ya nadie o pocos sepan de qué va, de qué se trata, quien fue León Felipe o qué escribía. En una de sus páginas dice, por ejemplo:
“cuando Franco, el sapo iscariote y ladrón dijo que la guerra de España era una cruzada religiosa y que dios estaba con ellos, al poeta le entraron unas ganas terribles de blasfemar”.
MIS LIBROS Y YO. (Breve historia en tres capítúlos)
1.-
Mis libros y yo. Yo y mis libros, el yo de mi yo y los libros de mi pequeño mundo. Somos tal para cual: desordenados, caóticos, a medio hacer un poco, atolondrados, aventureros, ficticios, cobardes o arriesgados, un poco locos, mágicos, indecentes… Nos amamos y a veces hasta nos entendemos, y otras, por el contario, nos mostramos incapaces de soportarnos y nos alejamos con una pretendida altivez que hasta nos duele un poco en la conciencia. Nuestra relación es de dependencia, nuestro amor es para amarlo a cualquier hora.
Como si fuesen estigmas de los que no se borran, como las arrugas que se nos marcan en la piel o los vicios incuestionables, desde el primero hasta el último se han quedado ya para siempre conmigo. Como los hijos de antes o las piedras de los caminos por los que se transita poco. Quietos allí o viajando de mudanza en mudanza, soportando los trastornos de un viaje que no siempre nos llevó de vuelta.
El primer libro que me compré (mejor dicho, que me compraron) no fue un libro, sino una trilogía de más de 600 páginas cada uno. Lo guardo en la memoria y en los anaqueles. Veía su anuncio cada día en el periódico y di a mis padres toda la lata necesaria hasta conseguír que lo compraran. Era una compra a crédito y aún así costaba mucho trabajo hacer frente a los pagos cada mes. Recuerdo que el sueldo de mi padre era unos años más tarde de 260 pesetas a la semana. Pero se hacía lo posible para apartar el gasto del recibo que traía el cartero cada mes y que se hizo eterno. Los libros se titulaban “Un millón de muertos”, “Los cipreses cree en dios” y “Ha estallado la paz”. Y el autor, José María Gironella, un catalán amigo del régimen que debió vender más libros de aquélla colección que de todos los otros juntos que hubiese escrito en su vida. Yo era muy joven para aquél tipo de lecturas, pero me apasionaba el tema del que tenía una información detallada y dolorosa de una parte muy residual del bando de los vencidos. Mi madre era vehemente cuando contaba atrocidades, pero mientras leía aquéllas páginas parecía que me estaban contando batallas de otra guerra ocurrida en otro país. Menos mal que el tiempo y yo misma, pusimos las cosas en su lugar y le dimos a los nombres signos definitivos. El señor Gironella tal vez fue necesario en aquél momento, porque quizás más tarde no hubiese podido leerlo sin hacer un sacrificio enorme. Tuve capacidad para saber distinguir, evitar el daño que podrían hacerme, valorar y optar por algo libremente. Me quedé con los vencidos.
Desde el medio rural en el que vivía nos desplazábamos a otros pueblos importantes o a la capital para hacer compras, ir al médico o gestionar asuntos de distinta índole. Y en la primera ocasión en que viajé sola para hacer algunas compras, conseguí sisar lo suficiente para comprarme un libro, el primero que compré, sin posibilidad de elegir porque no había mucho donde hacerlo. Este se titula “Una chica de Lubeck”. No consigo recordar el nombre del autor, pero será un placer ahora que hablamos de ello, volver un día al pueblo y buscarlo entre los que se quedaron allí; posiblemente incluso se me ocurra buscar en Google el nombre de la ciudad, que se me antoja australiana. El hecho de elegir aquél libro fue una necesidad que sentí de pronto, saber si aquélla chica y las otras que aparecían en el texto eran como yo. En otras palabras, si yo, habitante de una diminuta e ignorada porción de tierra podría sentirme identificada con la chica de una ciudad grande, moderna, cosmopolita, como me figuraba que sería aquélla llamada Lubeck.
Mis libros y yo. Yo y mis libros, el yo de mi yo y los libros de mi pequeño mundo. Somos tal para cual: desordenados, caóticos, a medio hacer un poco, atolondrados, aventureros, ficticios, cobardes o arriesgados, un poco locos, mágicos, indecentes… Nos amamos y a veces hasta nos entendemos, y otras, por el contario, nos mostramos incapaces de soportarnos y nos alejamos con una pretendida altivez que hasta nos duele un poco en la conciencia. Nuestra relación es de dependencia, nuestro amor es para amarlo a cualquier hora.
Como si fuesen estigmas de los que no se borran, como las arrugas que se nos marcan en la piel o los vicios incuestionables, desde el primero hasta el último se han quedado ya para siempre conmigo. Como los hijos de antes o las piedras de los caminos por los que se transita poco. Quietos allí o viajando de mudanza en mudanza, soportando los trastornos de un viaje que no siempre nos llevó de vuelta.
El primer libro que me compré (mejor dicho, que me compraron) no fue un libro, sino una trilogía de más de 600 páginas cada uno. Lo guardo en la memoria y en los anaqueles. Veía su anuncio cada día en el periódico y di a mis padres toda la lata necesaria hasta conseguír que lo compraran. Era una compra a crédito y aún así costaba mucho trabajo hacer frente a los pagos cada mes. Recuerdo que el sueldo de mi padre era unos años más tarde de 260 pesetas a la semana. Pero se hacía lo posible para apartar el gasto del recibo que traía el cartero cada mes y que se hizo eterno. Los libros se titulaban “Un millón de muertos”, “Los cipreses cree en dios” y “Ha estallado la paz”. Y el autor, José María Gironella, un catalán amigo del régimen que debió vender más libros de aquélla colección que de todos los otros juntos que hubiese escrito en su vida. Yo era muy joven para aquél tipo de lecturas, pero me apasionaba el tema del que tenía una información detallada y dolorosa de una parte muy residual del bando de los vencidos. Mi madre era vehemente cuando contaba atrocidades, pero mientras leía aquéllas páginas parecía que me estaban contando batallas de otra guerra ocurrida en otro país. Menos mal que el tiempo y yo misma, pusimos las cosas en su lugar y le dimos a los nombres signos definitivos. El señor Gironella tal vez fue necesario en aquél momento, porque quizás más tarde no hubiese podido leerlo sin hacer un sacrificio enorme. Tuve capacidad para saber distinguir, evitar el daño que podrían hacerme, valorar y optar por algo libremente. Me quedé con los vencidos.
Desde el medio rural en el que vivía nos desplazábamos a otros pueblos importantes o a la capital para hacer compras, ir al médico o gestionar asuntos de distinta índole. Y en la primera ocasión en que viajé sola para hacer algunas compras, conseguí sisar lo suficiente para comprarme un libro, el primero que compré, sin posibilidad de elegir porque no había mucho donde hacerlo. Este se titula “Una chica de Lubeck”. No consigo recordar el nombre del autor, pero será un placer ahora que hablamos de ello, volver un día al pueblo y buscarlo entre los que se quedaron allí; posiblemente incluso se me ocurra buscar en Google el nombre de la ciudad, que se me antoja australiana. El hecho de elegir aquél libro fue una necesidad que sentí de pronto, saber si aquélla chica y las otras que aparecían en el texto eran como yo. En otras palabras, si yo, habitante de una diminuta e ignorada porción de tierra podría sentirme identificada con la chica de una ciudad grande, moderna, cosmopolita, como me figuraba que sería aquélla llamada Lubeck.
domingo, 3 de octubre de 2010
SOTIELEÑO
Sotieleño, acabas de descubrir este sitio, me sigues con ventaja porque sabes quien soy mientras yo mantengo la ignorancia. Me alegro de que sea así, pues el misterio ayuda a comprender las distancias. Y sobre todo porque siempre podré decir que tengo un amigo secreto con quien comparto temas en la ignorancia de su aspecto y su rostro, mientras sombreo de tonos apagados los contornos del no conocimiento; y nunca se da por enterado de las sospechas que suscita, aunque inevitablemente, cuando viajo allí estoy preguntándome si será este o será aquél, cuando me cruzo con alguien sospechoso de estar entre los afortunados de ser "el Sotieleño". Pocos hay que puedan pertenecer a tu silueta anónima, virtual e imaginada, y más difícil me lo pone el cada día más escaso conocimiento del vecindario; pero ya no busco, ya tan solo imagino, y creo que es mejor estacionar la mente y no seguir investigando.
El misterio es más bello cuando se sabe en un rincón romántico y me gusta saberte ahí, como las hojas que se conservan entre las páginas de un libro, que impregnan de su perfume todo el contorno. Siempre nos quedará internet, ¿verdad? Es un buen maná para los solitarios.
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BANDAS BLANCAS Y SONORAS (II)
Hay gente que camina de prisa, se les ve los pensamientos. Tropiezan unos contra otros. No se miran. Parecen autómatas movidos por resortes clavados en sus frentes. Gente solitaria y huraña que no sonríe nunca. Eso es lo que veo. Gente silenciosa que alguna vez hace el intento de huir de sí mismos, pero se queda estancada a la orilla de un deseo.
Recuerdo aquélla primera vez, el bing- bang de mis sentidos, la eclosión de las emociones más primarias. El deseo de estar y hacerme un hueco, de pertenecer a la gran marabunta, de presionar con los codos y empujar hacia dentro reclamando el derecho de estar en la jungla como otro cualquiera de la especie. Como si naciese hacia dentro, creo reconocer en la experiencia. Y entonces compruebo el rechazo, la absoluta y tremenda desconfianza que provoco y me inyectan, como si fueran primates de una especie enemiga. Les temo y me huyen. Hay una desconfianza previa y mutua que provocan mi huída. No aprendí a caminar entre ellos. Sentí desgarros y me dolieron mucho.
Eso es lo que vi. Ahora ya sé que nada es igual. En principio fue el impacto y la desesperación, la soledad, la frustración de mis expectativas. Desde la distancia y después de alguna vuelta esporádica comencé a darle humanidad a las estatuas pero sé que nunca viviría allí, porque estaría muriendo sabiendo que allí lo hago a cada momento. No la quiero, pero tampoco ella me quiere a mí. No es odio. Es otra cosa. Es una relación sin parentescos, sin nombre ni argumento. Si tengo que ir voy, a dar una vuelta, a visitae la exposición o a la familia, pero después marcho, rápida y contenta por marchar dejando atrás la ciudad por la que caminaré sin miedo.
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