el amor es el único y último recurso que nos queda para salir ilesas de la vida

EL AMOR ES EL ÚNICO Y ULTIMO RECURSO QUE NOS QUEDA PARA SALIR ILESOS DE LA VIDA

En mi casa había un libro. A decir verdad, había tres


Hay versos que se escriben cuando se han acabado las palabras.

martes, 5 de octubre de 2010

MIS LIBROS Y YO. (Breve historia en tres capítúlos)

1.-

Mis libros y yo. Yo y mis libros, el yo de mi yo y los libros de mi pequeño mundo. Somos tal para cual: desordenados, caóticos, a medio hacer un poco, atolondrados, aventureros, ficticios, cobardes o arriesgados, un poco locos, mágicos, indecentes… Nos amamos y a veces hasta nos entendemos, y otras, por el contario, nos mostramos incapaces de soportarnos y nos alejamos con una pretendida altivez que hasta nos duele un poco en la conciencia. Nuestra relación es de dependencia, nuestro amor es para amarlo a cualquier hora.

Como si fuesen estigmas de los que no se borran, como las arrugas que se nos marcan en la piel o los vicios incuestionables, desde el primero hasta el último se han quedado ya para siempre conmigo. Como los hijos de antes o las piedras de los caminos por los que se transita poco. Quietos allí o viajando de mudanza en mudanza, soportando los trastornos de un viaje que no siempre nos llevó de vuelta.

El primer libro que me compré (mejor dicho, que me compraron) no fue un libro, sino una trilogía de más de 600 páginas cada uno. Lo guardo en la memoria y en los anaqueles. Veía su anuncio cada día en el periódico y di a mis padres toda la lata necesaria hasta conseguír que lo compraran. Era una compra a crédito y aún así costaba mucho trabajo hacer frente a los pagos cada mes. Recuerdo que el sueldo de mi padre era unos años más tarde de 260 pesetas a la semana. Pero se hacía lo posible para apartar el gasto del recibo que traía el cartero cada mes y que se hizo eterno. Los libros se titulaban “Un millón de muertos”, “Los cipreses cree en dios” y “Ha estallado la paz”. Y el autor, José María Gironella, un catalán amigo del régimen que debió vender más libros de aquélla colección que de todos los otros juntos que hubiese escrito en su vida. Yo era muy joven para aquél tipo de lecturas, pero me apasionaba el tema del que tenía una información detallada y dolorosa de una parte muy residual del bando de los vencidos. Mi madre era vehemente cuando contaba atrocidades, pero mientras leía aquéllas páginas parecía que me estaban contando batallas de otra guerra ocurrida en otro país. Menos mal que el tiempo y yo misma, pusimos las cosas en su lugar y le dimos a los nombres signos definitivos. El señor Gironella tal vez fue necesario en aquél momento, porque quizás más tarde no hubiese podido leerlo sin hacer un sacrificio enorme. Tuve capacidad para saber distinguir, evitar el daño que podrían hacerme, valorar y optar por algo libremente. Me quedé con los vencidos.

Desde el medio rural en el que vivía nos desplazábamos a otros pueblos importantes o a la capital para hacer compras, ir al médico o gestionar asuntos de distinta índole. Y en la primera ocasión en que viajé sola para hacer algunas compras, conseguí sisar lo suficiente para comprarme un libro, el primero que compré, sin posibilidad de elegir porque no había mucho donde hacerlo. Este se titula “Una chica de Lubeck”. No consigo recordar el nombre del autor, pero será un placer ahora que hablamos de ello, volver un día al pueblo y buscarlo entre los que se quedaron allí; posiblemente incluso se me ocurra buscar en Google el nombre de la ciudad, que se me antoja australiana. El hecho de elegir aquél libro fue una necesidad que sentí de pronto, saber si aquélla chica y las otras que aparecían en el texto eran como yo. En otras palabras, si yo, habitante de una diminuta e ignorada porción de tierra podría sentirme identificada con la chica de una ciudad grande, moderna, cosmopolita, como me figuraba que sería aquélla llamada Lubeck.

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