Hoy una vecina se coló en mi casa. Su consigna era que no me quería molestar y bajo esa premisa entró como un elefante en una cacharrería (nunca mejor dicho, porque es enorme). Sabía a dónde iba porque la distribución de nuestras casas es la misma y no tuve más remedio que seguirla mientras le preguntaba qué era lo que quería caminando detrás de ella. Casi no me da tiempo a decirle que no me importaba que me molestara, que me dijera qué era lo que buscaba, cuando ya tenía una escoba de cabo largo en la mano, había descorrido el ventanal de la terraza del tendedero y se afanaba en conseguir atrapar una prenda (resultó ser unos calzoncillos a rayas negras y amarillas del marido), que se le había escurrido de las manos y detuvo su caída en los cordeles de la vecina del sexto.
A todo esto continuaba imparable relatando el desgraciado accidente, que no quería molestarme, que la vecina del sexto no estaba nunca en su casa y que por eso venía a la mía, que qué cocina más bonita había puesto, que menos mal que había terminado las obras porque llevaban dos meses casi sin dormir, que otro día si yo lo necesitaba me ayudaría ella, y diciendo esto dio por terminada la misión y salió dando un portazo que retumbó las paredes del pasillo, llevándose con ella los calzoncillos mientras yo me imaginaba su marido escuálido y larguirucho vestido para matar como una salamenquesa.
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