Cuando se pierde la perspectiva de la realidad es como si la tierra desapareciera de bajo nuestros pies.
A mí me pasa algo parecido. La inseguridad me domina, soy igual a alguien que de pronto ha perdido la vista y se arriesga a dar el siguiente paso aunque está dominada por el miedo y teme que sus pies caigan en un abismo. Lo teme pero se lanza. Sus pies y ella es arrastrada tras ellos al abismo de lo desconocido.
Más o menos fue así:
Yo no tenía una realidad para palpar, solo tenía una realidad virtual a la que me aferraba como si aquello tuviese asas, personalidad, carácter.
A veces creía que necesitaba aquélla realidad basada en una pantalla fría que emitía destellos de colores, ráfagas de emociones, algún afecto cercano a la incredulidad.
Me fui tras ella. Siempre es más cómodo asistir a los estrenos desde la butaca, que subida al pescante o al muro de los soportales para verlo todo desde fuera y gratis.
Me emocioné, qué duda cabe, me sentí importante, mucho más importante sentada en la butaca que subida a las tapias, desde luego. Tenía vecinos nuevos que me saludaban y me concedían importancia, aunque desde el principio yo supiera que en aquél patio de butacas predominaban las apariencias.
Después llegaron ellos, los dominantes, los que imponen las normas y dictan las sentencias. Y me invitaron a salir del recinto. De lo que objetaron pero no entendí nada. Debo ser lela, porque me aseguraban que estaba claro. Al parecer me hacían un favor dándome cuartelillo, entenderían que yo hiciese esto o aquello indicando las pautas de lo que debía hacer.
Lo hice, pero perdí pie y caí porque no sé caminar a oscuras. No tuve la malicia de agarrarme a los bordes, no sabía siquiera que los hubiera; solo me fui, salí del espacio abierto e iluminado al que ya me sabía adaptada y tomé el camino de señales equívocas, las que me habían puesto antes para hacerme caer en el error de tomarlas.
Todo era virtual, pero para mí que todo formaba parte de una realidad tangible, de un mundo cercano y práctico, tocable, tóxico, contaminante. Como todos los mundos orgánicos.
Desde entonces supe que era peligroso asomarse al mundo exterior de las redes sociales de internet, tanto como arrojarse sin red desde un trampolín cuando ni tan siquiera eres el mono del circo.
Yo cometí el error, pero no aprenderé nunca. Soy un animal anciano de costumbres arcaicas, arraigadas, de raíces profundas. Y nunca entenderé que yo no pertenezco a este mundo en el que he querido encasillarme como si lo entendiera. Y que este Gran Dios moderno, Internet, que ha venido a sustituir a todos los otros dioses omnipresentes, omniscientes y cargados de sabiduría, es mucho más inteligente y poderoso que todos aquellos otros que ya han pasado a la historia.
¡Los viejos Dioses han muerto!
¡Viva Dios Internet!
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