el amor es el único y último recurso que nos queda para salir ilesas de la vida

EL AMOR ES EL ÚNICO Y ULTIMO RECURSO QUE NOS QUEDA PARA SALIR ILESOS DE LA VIDA

En mi casa había un libro. A decir verdad, había tres


Hay versos que se escriben cuando se han acabado las palabras.

lunes, 30 de agosto de 2010

PRELIMINARES




Alberto se miró en el espejo colgado de la pared del cuarto de baño. Se lavó los dientes y se enjuagó con precisión y fuerza. Abrió la boca comprobando que sus dientes estaban bien limpios, acercó la cara al cristal y detuvo el dedo índice cerca del ojo derecho, por encima del pómulo, y estiró la piel hacia abajo descorriendo las arrugas. Se mojó con saliva el dedo corazón y restregó con él varias veces las cejas rebeldes que seguían creciendo hacia arriba desobedeciendo la ley de la gravedad imperante para los otros elementos de su cuerpo. Volcó vaho sobre el cristal y describió la forma de un corazón.
Esperaba a alguien que se retrasaba y se diría que se entretenía haciendo tiempo. Alberto se incomodaba y perdía un poco la paciencia. Golpeaba suavemente con la mano abierta el muslo de su pierna derecha como si acompañara las notas de una canción que no se oía. Se sentó en la cama y se echó hacia atrás pero se incorporó rápidamente, como si no quisiera que quien llegara lo encontrara en aquella actitud relajada y ofreciendo confianza. Se puso bien el pantalón alisando la tela por las rodillas, sacudió una invisible mota alojada en su hombro derecho, sacudió un pie en el aire, aquél ligero tic que siempre aparecía cuando estaba nervioso y que nunca dominaba. Se quitó la chaqueta, la dobló cuidadosamente y la dejó a los pies de la cama. Estornudó, y en su cara se reflejó la contrariedad. Otra señal que solo él conocía. Lo único que evidenciaba su preocupación, su inquietud o su miedo.
Ahora sí se tendió en la cama con cuidado, adoptando una posición completamente recta, formal. Los pies calzados con zapatos negros y brillantes, manteniendo la misma inclinación hacia los lados, la cabeza apoyada en la almohada, la barbilla elevada en su actitud más digna y orgullosa. Cruzó los dedos de las manos y las dejó caer reposadamente sobre el pecho, y solo cuando estuvo absolutamente seguro de que todo estaba bien, cerró los ojos y se oyó suspirar a sí mismo. Recordó que no se había persignado.
Un momento después oyó una puerta al abrirse y escuchó una voz que susurraba pausada y quedamente, “con algunos qué fácil es hacer las cosas bien, que poco trabajo me dan los pobrecitos…”
Después ya no sintió nada más que frío.

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