Ha habido ocasiones, en las que por la distancia y situación en la que nos vemos dos personas que caminamos, por la longitud y la frecuencia de nuestros pasos, sabemos que uno de los dos ha de detenerse para ceder el paso a la otra, pues de no hacerlo así se produciría un choque entre los dos, y sería inevitable.
No es la primera vez que pasa. Yo voy de frente y otro camina por mi derecha, y antes de llegar a la confluencia del camino, o a la esquina tras la que alguien desaparece, uno tiene que pararse para que el otro pueda continuar. No hay una señal que establezca la prioridad. Solo hay la atención y el respeto que la gente se merece en la calle. Y parece ser que sólo yo conozco mis principios. Me detengo para que dos chicas que vienen por el costado izquierdo no tropiecen conmigo o me arrollen sin más, porque ellas no parecen querer interrumpir su camino, ni cambiar el paso ni modificarlo. Me pregunto si han llegado a verme y me digo que no, porque prefiero decirme eso que creer lo que es en definitiva. Que no les importa nada.
Hoy no he parado. He visto que si alguien no modificaba su paso el tropezón sería inevitable. Y estoy segura de que la otra persona también era consciente de ello. He esperado, creyendo que la otra pararía y me dejaría pasar. He creído que lo haría por varias razones, entre otras, porque soy mayor que ella, porque voy cargada con dos bolsas de compra y en una de las manos además llevo un paraguas abierto porque está lloviendo y temo mojarme. Y porque ya es hora de que el ser humano vuelva a demostrar delicadeza, sentido común, amor al otro. Mierda para mí.
Estaba viendo el porrazo que se iba a originar. Para demostrarme que no estaba viendo lo que iba a pasar, procuré fingirme aturdida por la carga, la lluvia, la incomodidad de mi calzado. Así, una vez que se produjera el encontronazo yo estaría disculpada por no haber estado atenta. ¡A ver, entonces, que decía la otra!
La otra simplemente esperó a que yo la hubiese visto llegar y me detuviera antes para evitar el encontronazo que finalmente se produjo, porque yo, fiel a mis razonamientos, me mantuve firme en mi propósito y no me aparté. Pero me torcí un tobillo. Se rompieron varios huevos de una de las bolsas, se estrujó la lechuga que iba bien fresquita, y parte de la carga de otra se derramó por la acera, simplemente.
La chica siguió adelante. Ni pidió disculpas ni esperó a que yo se las diera o las pidiera a mi vez. Como si no hubiese pasado nada, siguió su camino mascando chicle, hablando con alguien invisible que se mantenía oculto tras su oreja, me miró como si no me viera y ajena a cuanto había sucedido. Nada iba con ella. Creo que ni siquiera sintió el golpe. Es posible que ni siquiera me viese a mí caída en la acera y sujetándome el tobillo, dolorida.
Pero era imposible porque otras personas sí me vieron y yo misma me veía en el escaparate de la panadería que estaba a la derecha y podía comprobar la cara de tonta que se me había quedado. Yo tampoco me dediqué a sacar conclusiones. ¿Para qué? Pero ya no volvería a experimentar de nuevo, de eso estaba segura.
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