Me siento a mirar desde la acera cómo los pasajeros van marcando el paso camino de la estación, con prisas o indolencia, dependiendo del horario en su reloj, del tiempo que le queda para la partida. La estación queda cerca. Apenas veinte pasos y comienza la rampa de acceso y después de aquello, la libertad. El sueño. O el refugio.
Yo una vez perdí el tren. Lo vi alejarse y creí que me huía, que no quería entretenerse en subir conmigo cuesta alguna. Después secundé a menudo aquél acto de verlos pasar sin insistir en subirme a ellos, pensando que así burlaba la espera de los trenes y de paso me vengaba de ellos por aquélla vez que me dejaron en tierra, agitando un pañuelo de desesperanza.
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