el amor es el único y último recurso que nos queda para salir ilesas de la vida

EL AMOR ES EL ÚNICO Y ULTIMO RECURSO QUE NOS QUEDA PARA SALIR ILESOS DE LA VIDA

En mi casa había un libro. A decir verdad, había tres


Hay versos que se escriben cuando se han acabado las palabras.

viernes, 15 de octubre de 2010

CARTA A DIOS (Extensa misiva en tres capítulos) Iº.-


¡Hola, Dios!
Perdona si no es ésta la forma más correcta de dirigirme a ti, pero desconozco cuál debe ser el tratamiento adecuado para tan alta Dignidad, y espero y deseo que seas el padre bondadoso y generoso que sabrá disculpar mi atrevimiento y mi ignorancia.
El motivo por el que me atrevo a distraer tu atención apartándote un instante de tu infinito letargo, es que… perdona, es que parece que no te enteras de nada, pero desde el diluvio para acá, las aguas no han vuelto nunca a su cauce. Con todos mis respetos, Señor, pero aquí están pasando cosas muy graves, cosas que parece que no tienen solución, que nos hacen dudar de tu misma influencia y de tu interés por poner al hombre al frente de tu creación. Cada día hay acontecimientos graves en todas las partes del mundo. Huracanes, terremotos, inundaciones, catástrofes horribles, un genocidio vil, una guerra cruel, aún a estas alturas hay epidemias sin erradicar, cientos y cientos de miles de muertes inocentes por hambre y desnutrición, por enfermedades que se esconden tras la apariencia de la perversión y del vicio, como si todos los hombres y todos los vicios no estuviesen contenidos en el mismo catálogo de publicidad que se distribuyó cuando creaste el mundo. En fin, y mañana será igual, en otro lugar habrá otra guerra y otro loco insensible pondrá el mundo boca abajo y hará que los niños entierren a sus muertos. Suceden cosas muy graves todos los días y en todas las partes del mundo, daños irreparables de los que Tú debes tener noticias, por mucho que disimules. Tragedias continuas que nos sobrecogen el ánimo y nos dejan indefensos y atónitos y nos hacen dudar de todo, Señor, y hasta consigue que deseemos repartirnos los daños colaterales de tus castigos divinos. Castigos que, por otra parte, nunca he podido comprender, con todos mis respetos, Señor, ni comprenderé nunca, por mucho que me esfuerce.
Y sin pretender hacer ningún tipo de comparaciones, sucede otra tragedia cotidiana que no es ni más ni menos cruel y violenta que una guerra o un desastre natural temporal e inevitable. Es algo que sucede todos los días y en todas las partes del mundo que causa tantas muertes y tanto dolor como la más grande de las iniquidades, como si el mismo rufián duplicado y multiplicado hasta el infinito tuviese la capacidad de estar al mismo tiempo en todos los rincones del planeta cometiendo las mismas fechorías. En cualquier punto del globo por aislado que sea, por remoto o pobre, por moderno y cosmopolita que sea. Y paradójicamente, mientras mayor es el desarrollo de los pueblos, con más frecuencia, virulencia y crueldad se produce el suceso.
Me estoy refriendo, Señor, al hecho más cotidianamente triste que sucede hoy en día. Al hecho de la violencia doméstica, de los malos tratos, la vejación, violación y asesinato de tantas mujeres. Me estoy refiriendo a la agresión efectuada por quiénes se suponen fuertes hacia los que tienen concedida por tradición la condición de débiles, por el simple hecho de ser mujer, niño o gente en general, físicamente desproporcionada a su agresor. Este hecho, Señor, es una guerra que no podemos localizar en un determinado punto del mapa. Es un genocidio que no efectúa un demente aislado que cada cierto tiempo aparece en algún lugar del mudo y cuando menos se le espera. Este hecho, Señor, se repite incesantemente, continuamente desde que el mundo es mundo y desde que a ti te dio la gana de convertirte en cómplice para justificar tu obra.

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