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Se acurrucaba el bosque
encantador de silencios y de hormigas
y el río se deslizaba por corrientes
de ida sin retorno posible hacia la vida,
y el aire se enredaba en un infatigable
juego de arrítmicos acordes.
Aquella era la paz tantas veces soñada
idealizada en todos sus extremos, ajena a las miradas,
quimérica, ficticia, inescrutable.
Aquélla era la paz inverosímil de los muertos.
Lo idílico sin falsas apariencias,
bucólico y perfecto sin mieles que empalagan,
lo más grato, apacible y delicado
que pueda disfrutar un alma humana.
Y entre los altos sauces que rozaban el cielo
dos guirnaldas esbeltas sostienen el trapecio
con el que mueves el aire, feliz y alborozada.
En un lugar del tiempo en el que nada existe,
donde la no presencia es solo una vaga sensación de frío,
estábamos las dos mirándonos de frente
sin miedo a los agravios, caladas de rocío,
estrenando en el tiempo las más viejas miradas
por el campo invisible de estos valles amenos.
En este confín de tierra enamorada al que llegaste ayer muerta de miedo
te ruego me reserves un lugar y una silla
sostenida con dos guirnaldas desde el cielo.
Pues yo quiero morir
si es así ese lugar al que vamos de muertos
y si tú estás allí
Y me esperas paseando los sueños por el aire, con los brazos abiertos.
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Para Ella, en un aniversario de su muerte
Los pelos de punta Lola.
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