el amor es el único y último recurso que nos queda para salir ilesas de la vida

EL AMOR ES EL ÚNICO Y ULTIMO RECURSO QUE NOS QUEDA PARA SALIR ILESOS DE LA VIDA

En mi casa había un libro. A decir verdad, había tres


Hay versos que se escriben cuando se han acabado las palabras.

martes, 21 de septiembre de 2010

UNA TEORÍA SIN DOCUMENTAR





No necesariamente hemos de tener la teoría desarrollada sobre un tema concreto para hablar sobre ella, exponerla o al menos tratar de llegar a un convencimiento a favor o en contra sobre los principios que decimos mantener.
Jamás me había encontrado pensando en esto que expongo. Nunca se me habría ocurrido plantearme un pensamiento así. Pero ayer, mientras esperaba turno en la consulta del dentista, podía escuchar perfectamente lo que un hombre le decía a otro en voz muy baja, suficiente para ser escuchado por mí. El resto de personas presentes en la sala guardábamos silencio y esto favorecía la perfecta audición de la conversación ajena. En resumen, uno de ellos exponía ante el otro su pensamiento, que no era otro que el convencimiento de que entre los gitanos, los hombres y mujeres de etnia gitana, existía un acuerdo secreto, un pacto, un compromiso no firmado pero escrito en sus leyes, por el que cualquier criatura nacida con una tara física evidente, era inmediatamente eliminado. “No hay registros de sus nacimientos, -decía el hombre- sus mujeres no acuden a los médicos ni a los hospitales a menos que tengan problemas muy graves de salud, siguen dando a luz en el interior de sus caravanas o en sus chozas, en los asentamientos, rodeada de las mujeres viejas de la comunidad que hacen las veces de matronas.”
Yo estaba cada vez más escandalizada, pero hundía la cara en la revista que tenía ante los ojos y no me atrevía a mirar a los demás por temor a que ellos estuviesen en mi misma situación y solo necesitaran mi gesto para intervenir. Aquél hombre estaba diciendo cosas muy graves y sus palabras podían ser motivo a una discusión, si alguno de los presentes se decidía a rebatir sus teorías y plantarle cara. Cosa que no me explico cómo no había sucedido todavía. Evidentemente no se trataba una cuestión entre distintos equipos de fútbol, si no, otro gallo hubiese cantado. Seguía fingiendo mirar mi revista, pero mis oídos estaban atentos a las palabras inéditas que este hombre seguía volcando sobre la cercanía de la oreja del amigo.
El otro no opinaba, pero movía la cabeza admitiendo todo lo que decía su amigo. Se mantenía en una actitud reflexiva, pero asentía continuamente con la cabeza, por lo que se entendía que daba por buenas sus palabras, las aceptaba, o al menos no había necesidad de discrepancia. Yo, cada vez más nerviosa, deseaba que la enfermera los avisase cuanto antes. Me conozco bien y sabía que estaba aguantando demasiado tiempo callada.
Pero la enfermera no aparecía para llamar a nadie y este energúmeno seguía agitando su palabrería, encendiendo la oreja del compañero. Por la capacidad de discurrir rápido y exponer sus ideas con argumentos precisos, daba a entender que tenía el tema muy bien aprendido, que había hecho un extenso discurso sobre la materia, con un discernimiento claro y coherente, con el que se podía estar de acuerdo o no, pero que evidenciaba un claro ejemplo de estudio sociológico en el que al parecer se había empeñado con todo su interés. Seguramente tenía establecidas las bases firmes para dar una extensa conferencia.
Seguía argumentando en estos términos, más o menos:
--…Es que, si te fijas, puede que alguno sea feo, si, pero has visto a muchos cojos? Gitanos cojos, o paralíticos o lisiados de nacimiento no verás a ninguno. Ni ciego. ¡Es que no los hay! –enfatizaba, poniendo todo el ardor de su voz susurrante, silabando y marcando correctamente cada palabra para que pudiera comprenderle bien. Y siguió diciendo:
-- Yo creo que antes de que Hitler inventara aquello de la limpieza étnica, ya los gitanos sabían lo que era cernir la descendencia…
Las barbaridades crecían de intensidad y la voz se le subía de volumen, debido sin duda a la excitación de su argumento. Yo estaba cada vez más encendida y la enfermera no venía a llevarse a nadie. Me planteé salir de la sala, irme y perder la cita, pero mi dentadura no podía permitirse el lujo de otro abandono. Tampoco mi moral, mi ética, mis propios convencimientos estaban por la labor de abandonar la lucha sin entrar en la batalla. ¿Pero cómo hacer para meter baza en aquélla conversación que no iba conmigo? Me preguntaba por qué callaban todos los demás. Se estaban enterando de todo, igual que yo. ¿No sentían nada por dentro? Cerré la revista de golpe y me encontré mirando fijamente al que hablaba, pero ni una palabra salió de mi boca, como si me hubiesen cerrado los resortes que ponen en marcha la voz y la lengua. Pero de pronto me encontré preguntando algo que no esperaba decir nunca.
¿Entonces entre los gitanos no hay subnormales? ¿Está usted seguro?
Y el individuo aquel estaba deseando que alguien metiera baza en el asunto.
--Subnormales profundos, no, no los hay. Cualquiera que haya nacido con un problema mental grave no ha vivido para contarlo.
-- ¿Pero usted como lo sabe? –Yo preguntaba sin indignación, con curiosidad, como si me hubiese convencido y esperase nuevas aportaciones que ratificasen sus teorías-- ¿Havivido usted en sus campamento? ¿Y cómo pueden saber ellos que un niño va a salir ciego o subnormal?
-- No, no he vivido en sus campamentos. Y lo sé porque es muy fácil: un niño con síndrome de Dow es reconocible desde el primer momento. A ese no lo conoce ni la madre. Llevo cincuenta años estudiando esa circunstancia
-- ¿Cómo puede hablar así? Lo que está diciendo es muy grave.
-- Porque lo tengo todo muy estudiado, pero tampoco quiero convencerlo a usted ni a nadie.
Me callé. El tipo siguió dirigiéndose al otro en voz baja y yo miré a los demás de forma involuntaria, y me di cuenta de que no habían perdido detalle, aunque no sabría decir si realmente estaban interesados en el tema o pasaban absolutamente de él. No era posible que entre los seis presentes en la sala, fuese yo la única interesada en aquélla conversación que abordaba un tema tan extraño, pero no vi indicios de que fuese al contrario.
Cuando salí a la calle, todavía mareada y bajo los efectos de la anestesia bucal, sin terminar de acostúmbrame a aquella sensación de tener solo media cara, me encontré buscando entre los transeúntes rostros agitanados, gente que aparentemente tuviese algo que ver con la raza para tratar de descubrirle una tara visible que afeara su cuerpo o su rostro.
Después me encontré paseando por mercadillos, poblados, asentamientos gitanos, lugares que conservaban restos tribales en donde la etnia pudiera mostrar sin ningún tipo de pudor a toda la prole jugando alrededor de una charca de aguas estancadas. Los niños corrían medio desnudos aunque hacía frío, los hombres se agrupaban en racimos fumando y mirándome desconfiados, las mujeres arrojaban el agua sucia de las palanganas salpicándome de barro, indiferentes y con semblantes aburridos. Después me iba y escribía en un diario el resultado de la búsqueda.
“Hoy no hallé nada. Todo es correcto. Ni cojos ni mancos ni tuertos ni locos. Niños sanos y mujeres grasientas, de carnes gordas y apretadas. Hombres de aspectos recios, morenos y fuertes. Alguno algo fumado, pero nada más. Seguiré buscando.”


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