
Fuimos hasta la casa y buscamos la llave donde la vecina, que fue la primera sorprendida al vernos. Volvimos al lugar donde se celebraba la “velada” cuando ya comenzaban a llegar algunos vecinos.
Pedimos dos cervezas, dos pepitos de lomo que estaban sabrosísimos, y lo degustamos entre besos y saludos a los que iban llegando, sin dejar de explicar por qué estábamos allí tan a deshora y sin aviso previo.
--¿Tan a deshora? –Bromeamos—Pero si son las doce y aún no ha llegado la orquesta…
El motivo por el que la fiesta nocturna comenzaba tan tarde se debía a que durante el día se habían sucedido los festejos y hasta las siete de la tarde no habían comenzado a recogerse los primeros que abandonaban la última actividad. Durante todo el día se habían celebrado campeonatos de futbito entre casadas y solteras, carreras de saco y otras agilidades divertidas y lúdicas; habían comido sardinas y chuletas y bebido cervezas bajo los árboles y el césped del parquecito, bien regado con abundante agua para el calor de los cuerpos ayudando a conciliar el calor extremo del mediodía de Julio. Ahora llegaban limpios y perfumados, vestidos para la fiesta seria y el baile de la noche, engalanados, como los integrantes de la orquesta que estaban dispuestos a reventarnos los tímpanos y deleitarnos con una repetición constante de su mínimo y movidito repertorio veraniego.
Era el mismo rito de todas las veladas anteriores, de todos los años. No había cambiado nada. Solo nosotros habíamos cambiado, nuestro atuendo, nuestra prisa o nuestra indolencia, nosotros y la forma de mirar que teníamos ahora, pero todo lo demás seguía igual. Además de ir disfrazados de gente mayor, de personas serias, más adustas o doloridas que cuando éramos jóvenes en este mismo lugar, nuestra risa que no se disfrazaba de ilusión, nuestra risa era hermética y responsable. Creo que a aquélla risa, aunque sincera, se le sumaba el dolor de las ausencias irremediables.
--María, tú crees que el tiempo envejece con nosotros?
--No te entiendo, Pedro, aquí hay que hablar a voces, no te oigo…
Cuando nos dimos cuenta aquella noche fue como volver treinta años atrás. De pronto estaban allí, como recién salidos de una urna transparente y lúcida, los rostros de todos los que nos fuimos quedando en el camino, como recién llegados, limpios y perfumados, como si solo hiciera varias horas que dejamos de vernos. Juanita, que a los quince años me quitó al amor de mi vida y a quien hubiese querido sacarle los ojos, de haber tenido redaños y de haber sabido que estaba más enamorada. Y Leonardo, que pasó veinte años escondido después de haberse hecho guardia civil y estar destinado en Bilbao. Nadie lo perseguía, pero la locura se engendró en su miedo y se metió en el psiquiátrico fingiendo que recibía amenazas terroristas. Nadie lo hubiese dicho del bueno de Leonardo, tan inocente y torpe, tan tímido y delicado. Primero que se decidiese a ser guardia civil, y después que aparentara locura para esconder su miedo.
Y allí estaban los hermanos Calatrava, fanfarrones y violentos, ridículos tras la fachada de cemento armado con barbas ralas de pelo canoso, dispuestos a seguir defendiendo su nombradía que aún no ostentaba crueldad alguna digna de mención, si antes no la inventaban.
Y allí estaba aquel espejismo con falda que me tuvo confundida tanto tiempo. De pronto me pareció estar viendo un desfile de fantasmas vestidos con traje de fiesta, para agradar a los amigos y gustarse a sí mismos. ¿Éramos los mismos? Y te pregunté.
--Pedro, ¿somos los mismos?
Y tu dijiste
--Habla más alto, que aquí no hay quien se entienda.
Y siguieron llegando otros. Aquél por el que estuve a punto de dejarte plantado una semana antes de casarnos. Lo miré y cuando logré reconocerlo te recordé a ti cuando veníamos de camino al pueblo y sonreías mientras conducías ensimismado en tus pensamientos. Quizás lo recordabas todo de golpe, quizás rememorabas estos momentos que estaban por llegar, tal vez los presentías. Y ella también estaba allí, y mientras la mirabas, por un momento hubiese querido saber lo que pensabas, pero solo por un momento. Ya no importaba nada.
Fin del segundo capítulo
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