el amor es el único y último recurso que nos queda para salir ilesas de la vida

EL AMOR ES EL ÚNICO Y ULTIMO RECURSO QUE NOS QUEDA PARA SALIR ILESOS DE LA VIDA

En mi casa había un libro. A decir verdad, había tres


Hay versos que se escriben cuando se han acabado las palabras.

martes, 30 de noviembre de 2010

ÚLTIMA VELADA EN SOTIEL (2º Capítulo)



Fuimos hasta la casa y buscamos la llave donde la vecina, que fue la primera sorprendida al vernos. Volvimos al lugar donde se celebraba la “velada” cuando ya comenzaban a llegar algunos vecinos.
Pedimos dos cervezas, dos pepitos de lomo que estaban sabrosísimos, y lo degustamos entre besos y saludos a los que iban llegando, sin dejar de explicar por qué estábamos allí tan a deshora y sin aviso previo.
--¿Tan a deshora? –Bromeamos—Pero si son las doce y aún no ha llegado la orquesta…
El motivo por el que la fiesta nocturna comenzaba tan tarde se debía a que durante el día se habían sucedido los festejos y hasta las siete de la tarde no habían comenzado a recogerse los primeros que abandonaban la última actividad. Durante todo el día se habían celebrado campeonatos de futbito entre casadas y solteras, carreras de saco y otras agilidades divertidas y lúdicas; habían comido sardinas y chuletas y bebido cervezas bajo los árboles y el césped del parquecito, bien regado con abundante agua para el calor de los cuerpos ayudando a conciliar el calor extremo del mediodía de Julio. Ahora llegaban limpios y perfumados, vestidos para la fiesta seria y el baile de la noche, engalanados, como los integrantes de la orquesta que estaban dispuestos a reventarnos los tímpanos y deleitarnos con una repetición constante de su mínimo y movidito repertorio veraniego.
Era el mismo rito de todas las veladas anteriores, de todos los años. No había cambiado nada. Solo nosotros habíamos cambiado, nuestro atuendo, nuestra prisa o nuestra indolencia, nosotros y la forma de mirar que teníamos ahora, pero todo lo demás seguía igual. Además de ir disfrazados de gente mayor, de personas serias, más adustas o doloridas que cuando éramos jóvenes en este mismo lugar, nuestra risa que no se disfrazaba de ilusión, nuestra risa era hermética y responsable. Creo que a aquélla risa, aunque sincera, se le sumaba el dolor de las ausencias irremediables.
--María, tú crees que el tiempo envejece con nosotros?
--No te entiendo, Pedro, aquí hay que hablar a voces, no te oigo…
Cuando nos dimos cuenta aquella noche fue como volver treinta años atrás. De pronto estaban allí, como recién salidos de una urna transparente y lúcida, los rostros de todos los que nos fuimos quedando en el camino, como recién llegados, limpios y perfumados, como si solo hiciera varias horas que dejamos de vernos. Juanita, que a los quince años me quitó al amor de mi vida y a quien hubiese querido sacarle los ojos, de haber tenido redaños y de haber sabido que estaba más enamorada. Y Leonardo, que pasó veinte años escondido después de haberse hecho guardia civil y estar destinado en Bilbao. Nadie lo perseguía, pero la locura se engendró en su miedo y se metió en el psiquiátrico fingiendo que recibía amenazas terroristas. Nadie lo hubiese dicho del bueno de Leonardo, tan inocente y torpe, tan tímido y delicado. Primero que se decidiese a ser guardia civil, y después que aparentara locura para esconder su miedo.
Y allí estaban los hermanos Calatrava, fanfarrones y violentos, ridículos tras la fachada de cemento armado con barbas ralas de pelo canoso, dispuestos a seguir defendiendo su nombradía que aún no ostentaba crueldad alguna digna de mención, si antes no la inventaban.
Y allí estaba aquel espejismo con falda que me tuvo confundida tanto tiempo. De pronto me pareció estar viendo un desfile de fantasmas vestidos con traje de fiesta, para agradar a los amigos y gustarse a sí mismos. ¿Éramos los mismos? Y te pregunté.
--Pedro, ¿somos los mismos?
Y tu dijiste
--Habla más alto, que aquí no hay quien se entienda.
Y siguieron llegando otros. Aquél por el que estuve a punto de dejarte plantado una semana antes de casarnos. Lo miré y cuando logré reconocerlo te recordé a ti cuando veníamos de camino al pueblo y sonreías mientras conducías ensimismado en tus pensamientos. Quizás lo recordabas todo de golpe, quizás rememorabas estos momentos que estaban por llegar, tal vez los presentías. Y ella también estaba allí, y mientras la mirabas, por un momento hubiese querido saber lo que pensabas, pero solo por un momento. Ya no importaba nada.


Fin del segundo capítulo

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