
Yo me voy tras ella y la persigo, y juego a darle alcance y a esconderme en su nido, y luego de que ya, voluptuosa, se deja acariciar, huye de nuevo, y se oculta entre mi sombra y mi sorpresa. Me giro y no la veo. Y aunque quiera decirlo es tan mentira como que ni tan siquiera es cierto. Ni adivino en qué lugar se esconde la maldita. Y no juego. Maldigo. ¿Será que las estrellas no tienen corazón?