el amor es el único y último recurso que nos queda para salir ilesas de la vida

EL AMOR ES EL ÚNICO Y ULTIMO RECURSO QUE NOS QUEDA PARA SALIR ILESOS DE LA VIDA

En mi casa había un libro. A decir verdad, había tres


Hay versos que se escriben cuando se han acabado las palabras.

jueves, 18 de noviembre de 2010

EL PERRO




--Vamos Sultán, vamos que te duermes…
A duras penas consigo que se ponga sobre sus cuatro patas y me siga. Nos soportamos. Nos compenetramos. Si no fuese por él yo no saldría. Y al revés, si no fuese porque yo sacudo su pereza se quedaría todo el día tirado sacudiendo el aire con el rabo. Como yo, ha comenzado a estar viejo y ha dejado de ser juguetón. Creo que tiene rarezas típicas de la edad avanzada y está impertinente como muchos ancianos. A veces se lo digo y creo que me entiende. Ya de vuelta a casa tiraba de mí y de la correa como si tuviese urgencia por llegar, como si algo inefable le esperara al llegar a casa.
Inesperadamente dio un tirón y la correa se soltó de mi mano desprevenida. Corrió enloquecido hacia adelante. Tal vez no quería hacer nada, sólo llegar, pero para la niña que venía de frente cogida de la mano de su padre, aquél animal corriendo extraviado --perturbado parecía--, por la acera, significaba el más feroz de los animales imaginado en sus infantiles selvas.
Sucedió todo con tanta rapidez que apenas pude darme cuenta de nada. Sólo después de un tiempo que a mí me pareció interminable, cuando llegaba a la altura de los dos y pude verles el miedo en la cara, llegué a sentirlo como si fuese mío.
En los ojos despavoridos de la niña brillaban aun los ojos enrojecidos de Sultán y sus dientes afilados asomando a su boca como un aullido en forma de puñal. La niña ahogaba un grito sin sonido, mientras su padre, en un gesto desesperado la cogía en volandas levantándola del suelo y encerrándola entre sus brazos. El perro siguió corriendo calle adelante ajeno a todo lo que había provocado.
No supe qué decirles. Miraba la ira en los ojos del hombre, el miedo en la niña aferrada al cuello del padre y supe que cualquier cosa que dijera carecería de importancia. Comprendí que el hombre me entendía cuando sintió mi silencio y me vio seguir calle abajo detrás del perro.
Cuando llegué ya él estaba allí, jadeando en la puerta de la casa esperando mi llegada. Las cuatro pezuñas clavadas en el suelo, arrogante, babeando, la lengua colgando de la boca, mirándome descarado y satisfecho de la proeza que había realizado. Inquisidor y desafiante parecía estar diciéndome “¿ves como no estoy viejo? Te gano a las carreras mientras que tú ya no puedes con tu alma.”
Le di la razón mientras lo odiaba con todas mis fuerzas. Se dio cuenta y desde entonces cada día repite un momento sublime como aquél. La última solución será devolverlo a la perrera.

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