
Hay gente que camina de prisa, se les ve los pensamientos. Tropiezan unos contra otros. No se miran. Parecen autómatas movidos por resortes clavados en sus frentes. Gente solitaria y huraña que no sonríe nunca. Eso es lo que veo. Gente silenciosa que alguna vez hace el intento de huir de sí mismos, pero se queda estancada a la orilla de un deseo.
Recuerdo aquélla primera vez, el bing- bang de mis sentidos, la eclosión de las emociones más primarias. El deseo de estar y hacerme un hueco, de pertenecer a la gran marabunta, de presionar con los codos y empujar hacia dentro reclamando el derecho de estar en la jungla como otro cualquiera de la especie. Como si naciese hacia dentro, creo reconocer en la experiencia. Y entonces compruebo el rechazo, la absoluta y tremenda desconfianza que provoco y me inyectan, como si fueran primates de una especie enemiga. Les temo y me huyen. Hay una desconfianza previa y mutua que provocan mi huída. No aprendí a caminar entre ellos. Sentí desgarros y me dolieron mucho.
Eso es lo que vi. Ahora ya sé que nada es igual. En principio fue el impacto y la desesperación, la soledad, la frustración de mis expectativas. Desde la distancia y después de alguna vuelta esporádica comencé a darle humanidad a las estatuas pero sé que nunca viviría allí, porque estaría muriendo sabiendo que allí lo hago a cada momento. No la quiero, pero tampoco ella me quiere a mí. No es odio. Es otra cosa. Es una relación sin parentescos, sin nombre ni argumento. Si tengo que ir voy, a dar una vuelta, a visitae la exposición o a la familia, pero después marcho, rápida y contenta por marchar dejando atrás la ciudad por la que caminaré sin miedo.
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